EL FLOTADOR

Cuando cumplí  cinco años,  el abuelo me compró un flotador. Me lo regaló cuando estábamos en  la ciudad, en  la casa de calle Rioja. Desinflado y  doblado, no parecía un obsequio demasiado lujoso, entonces,  levantó la mano y señaló hacia un punto, creo que hacia el norte   –Esto es para el río-   dijo y fue como si abriera una ventana por donde pude espiar mis futuras vacaciones.
  Lo usé un tiempo después, en el río de La Calera. Transité, tantas veces,  el camino abrazado por  la sombra de los  olivos y   los plátanos, por  los perfumes y los rumores húmedos,  hacia La Olla,  abrazada al flotador.
En el verano,  nos mudábamos al pueblo serrano, con  equipaje suficiente para  afincarnos   allí para siempre. En un camión repleto con camas, heladeras, cocinas, cacerolas, desplazábamos  nuestras vidas urbanas, nuestras rutinas de cemento y hollín  hasta  las calles de tierra, la posibilidad de ver el horizonte, el aroma intenso  de la   peperina,  el poleo y la ensalada con berro cosechado en la rivera  de los arroyos. Me quitaba las costumbres de ciudad  y  me las ponía  dos meses después, para el regreso. Cruzaba  puentes, recorría sendas, mi piel se curtía, se volvía áspera y oscura y  los callos se engrosaban. Recuerdo   que al atardecer las chicharras iniciaban su canto, primero suavecito y luego cada vez más fuerte, más fuerte hasta que la bulla nos aturdía. Si no hubiera sido por esa serenata, la imagen en mi memoria sería la de los cascarones que encontrábamos y la explicación de mamá –Es el  vestido viejo de  las chicharras-  yo sentía tristeza, no me parecía sólo un ropaje sino pedazos de sus cuerpos que abandonaban por todos lados.    Su canto   me permitía saber que estaban vivas aunque no las viera, aunque se desarmaran de a poco.
    Era el verano de 1958 y el  Tatata  me había regalado  un flotador, tenía forma de cisne y era blanco. Todos los días, me lo colocaba en la cintura  antes de salir hacia el río y recorría el camino techado  por los  árboles, sosteniendo el flotador con las dos manos como si fuera indispensable también  para avanzar en el aire.
La Calera no era un  pueblo turístico, su clima extremadamente seco, la abundancia de cal  lo signaron como lugar propicio  para la recuperación de tuberculosos y, a pesar de los antibióticos y las curas exitosas,  parecía  que en el imaginario de los turistas sobrevivían las imágenes de  las reposeras bajo el sol, los ojos hundidos y las pieles  transparentes. Pocos viajeros elegían el lugar  para sus vacaciones y esa circunstancia tenía malas consecuencias económicas para los lugareños  pero le otorgaba al pueblo un aspecto desaliñado, agreste y espontáneo.  Allí  fui  exploradora, pobladora honoraria, aspirante a silfo, perseguidora  de tesoros  y propietaria de un flotador. Cuando llegaba al río, como ya tenía el flotador alrededor de la cintura y ,  por los vidrios,  me obligaban a usar zapatillas,  lo único que hacía era seguir la inercia y entrar      – Aquí donde está  bajito y te veo – gritaba mamá, mientras trataba de convencer a mi hermana, que odiaba el baño helado, para que se mojara la cabeza –Te vas a insolar Anita- y la cara de Anita estaba roja, roja por el calor y por la ira de no ser respetada en sus preferencias. Yo avanzaba. Algunos días el agua era translúcida, limpia, podía ver las piedritas del fondo  mientras las pateaba y caminaba y pateaba piedras y caminaba, siempre sosteniendo con las manos el flotador. En ocasiones, no se veía el fondo y el río arrastraba ramas y  hojas, entonces debía hacer el doble de esfuerzo para mantener el equilibrio, avanzar,  no tropezar y  aferrar el flotador  con las dos manos, como siempre. Durante esa temporada, el flotador fue casi una mascota,  tenía que cuidarlo, sacarlo a pasear, evitar que se  lo llevara el rio, mojarlo para que no se insolara como le pasaba a Anita cuando se le resecaba el pelo.  No advertí que podía levantar los pies del suelo y dejarme arrastrar.  No me proporcionaron instrucciones para usarlo, no vino con un   manual y si lo hubiera tenido yo aun no sabía leer. Qué curiosa la forma  del abuelo de entregarme su regalo, sin consejos, sin indicaciones,  no sé  si lo  planificó  o si fue un descuido pero  dejó que recorriera el larguísimo camino del descubrimiento personal. Me regaló tanta libertad que casi  pierdo la oportunidad de utilizarla. El Tatata era así, respetuoso y distante, presente y distante, poderoso y distante. Un día, creo que fue durante el verano siguiente, no sé de qué manera  (mi memoria es un lobo feroz que todo lo devora)  encontré la función del flotador: él debía sostenerme  a mí y no yo a él. En esa ocasión encontré la ruta de la utilidad,  aunque  tardé bastante. Después, ya adulta y buena lectora de instrucciones, siempre me costó  abrir los envases, descubrir los botones que ponían a funcionar los electrodomésticos,  entrar o salir de algunos sitios señalizados. Siempre me resultaron  herméticos y complicados los supuestos del  sentido común.  ¿Cuántas veces  habré desaprovechado las virtudes de lo que me rodeaba, en cuántas oportunidades caminé   ríos, sostuve flotadores, cuidé a quién debía evitar que me hundiera , que naufragara, llevando en los hombros mi barco, mientras me perdía el goce de flotar, de  levantar los pies del fondo pedregoso para que sólo  me guiara el devenir de alguna corriente?


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