El
señor Pérez despertó una madrugada con
un espantoso dolor de muela y enseguida acudió al dentista de guardia que le extrajo la pieza
enferma. Así continuó su rutina
con un premolar menos pero el recuerdo del padecimiento, de la noche en vela, del olor a
desinfectante y del sabor a sangre, lo
perseguían. Afortunadamente la ciencia ya tenía respuesta para este
problema: al señor Pérez le coloraron
una inyección para borrar las reminiscencias vinculadas al dolor.
Todas las mañanas el señor Pérez
higienizaba sus dientes y en esa operación el cepillo caía siempre en el mismo
hoyo ubicado detrás del canino, fue entonces que surgieron las preguntas acerca
del hueco, de la posible apariencia de lo que allí había existido y de las
causas de su ausencia. Las dudas se multiplicaron y comenzaron a ser un estorbo. Por suerte, el
señor Pérez vivía en una época con
solución para casi todos los malestares:
ya se utilizaba una droga que evitaba que en la conciencia
se instalaran interrogantes incómodos.
Así continuó
su vida el señor Pérez, algunos días ,
se ensimismaba frente al espejo, sin muela, sin dolor, sin
recuerdos, sin preguntas, sin inquietudes.
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